El lento declive del feudalismo hasta el arranque del capitalismo, que en su primera fase llamamos comercial, dura tres siglos. La figura dominante es el comerciante, un término que debe entenderse en un sentido muy amplio. Incluye tanto al gran mercader que hacía negocios en países lejanos, como al que circunscribía su actividad a una localidad, tanto al usurero de la aldea, como al banquero que presta a monarcas, cada vez más endeudados por el costo creciente de los ejércitos, o bien ejerce de agente de seguros con los que, navegando a países lejanos para hacer grandes negocios arriesgan mucho. En la categoría de comerciantes hay que incluir también a los artesanos, organizados en gremios, y a los profesionales, médicos y juristas, que logran formar parte del patriciado de las ciudades. Todos ellos contribuyen al proceso de acumulación primitiva que en tres siglos —XVI al XVIII— logra el capitalismo comercial.
Desde comienzos del siglo XIX al capitalismo comercial sigue el industrial, fase en la que los dueños de las fábricas se hacen con el poder. Al término del pasado milenio se inaugura una nueva etapa, la del capitalismo financiero: las grandes corporaciones financieras controlan gran parte de la economía productiva, siendo el nuevo grupo dominante el que administra los ahorros de millones de inversores.
En cada una de estas tres etapas de capitalismo comercial, industrial y financiero, no desaparecen las formaciones anteriores, sino que conviven, supeditadas a la dominante en cada etapa. En el industrial el comercio continúa diversificándose, y en el financiero no desaparecen comercio, ni industria, aunque sometidos al nuevo poder financiero.
El rasgo, tal vez el fundamental de estos tres tipos de capitalismo, es la capacidad de cada uno de crear empleo. El capitalismo comercial deja fuera de su órbita a la mayor parte de la población que sigue en una sociedad rural-estamental en la que prevalecen todavía relaciones precapitalistas.
El poder ha pasado de la industria a los grandes consorcios financieros de inversión que a veces superan a los Estados más potentes.
El capitalismo industrial, en cambio, se caracterizó por una demanda creciente de mano de obra, ocupando a cada vez mayor cantidad de asalariados. En los comienzos de la industrialización hubo que utilizar todos los recursos, algunos bastante brutales, para reclutar mano de obra. Todavía a comienzos del siglo XIX, una población nómada, sin propiedades ni trabajo fijo, que vivía de lo que caía en sus manos, prefería la libertad en la mayor inseguridad, a dejarse encerrar en la fábrica con salarios de hambre.
En el capitalismo industrial cada empresa trata de superar a la competencia con la solidez de su actuación, que incluía reinvertir buena parte de las ganancias en mejorar una tecnología propia, continuamente renovada, y conservar una mano de obra especializada que había que satisfacer sus demandas para que no buscase trabajo en la competencia.
La oferta de empleo en el capitalismo industrial fue en aumento hasta que a finales del siglo XX, con el aumento todavía más veloz de la productividad, se invirtió esta tendencia. Un país altamente competitivo, gracias a una productividad que crece a gran velocidad, necesita de cada vez menos empleo.
En tres décadas el neoliberalismo triunfante ha desembocado en una crisis de enormes dimensiones, que lleva en su entraña la consolidación de un nuevo tipo de capitalismo, el financiero, marcando el comienzo de una nueva época.
Saldremos de la crisis, habiendo afianzado un nuevo orden socioeconómico, en el que el poder ha pasado de la industria a los grandes consorcios financieros de inversión. Su negocio consiste en reclutar capital privado y reinvertirlo en los distintos sectores económicos —inmuebles, fábricas, hospitales, seguros, cadenas comerciales— con el único objetivo de obtener los máximos beneficios. Leo en EL PAIS que “a finales de 2013, el patrimonio bajo gestión de los fondos de inversión en todo el mundo se situó en 22,1 billones de euros y el de los fondos de pensiones, en 18,1 billones. Entre ambos manejan un patrimonio equivalente al 75’5 % del PIB mundial”.
Esta ingente suma está en manos de cada vez un menor número de gestores, estadounidenses casi la mitad de ellos. El mayor sin duda es BlackRock, instalado en Wall Street. Se acerca a los tres billones de euros la cantidad invertida, creando a su vez una red de entidades financieras ligadas, o simplemente dependientes, cuyo conjunto supera con creces el poder de los Estados, incluso el de los más potentes. Fuertemente endeudados, lejos de poder controlarlos, los Estados están cada vez más sometidos a lo que dicten los grandes consorcios financieros.
La privatización de los servicios sociales será la mejor fuente de enriquecimientos de los nuevos conglomerados.
En esta nueva etapa del capitalismo financiero tendremos que habérnoslas con un mercado de trabajo muy distinto, caracterizado por una enorme diversificación, sin que, ni aun así, sea capaz de absorber una buena parte de la mano de obra no cualificada, incluso con dificultades para emplear la altamente cualificada en ramas que pierdan actualidad, o en actividades en las ciencias y las artes que el Estado, o la iniciativa privada, dejen de subvencionar.
Con el capitalismo financiero el empleo fijo que prevalecía en la industria se ha hecho cada vez más raro. En 2008 en Alemania había caído al 60% con un descenso aún mayor en el sector de servicios. Con la disminución de los convenios colectivos y el aumento de empleos temporales y de media jornada —precarización del empleo— así como otras formas de contratación, como el préstamo de mano de obra, tanto en los países menos competitivos, como en amplios sectores sociales de los países pilotos, se constata un descenso de los salarios reales y un deterioro constante del Estado social, cuyos servicios se han convertido en fuente ambicionada de ganancia para los grandes consorcios financieros. La privatización de los servicios sociales se revela la nueva, y probablemente la mejor fuente de enriquecimiento de los consorcios financieros.
El capitalismo financiero se caracteriza por ofrecer cada vez menos empleo, al menos, para la mano de obra no cualificada. Supone un descenso fulminante del nivel de vida, que incluso coloca a muchos al límite de la sobrevivencia. Que los más pobres lo pasen mal no es noticia que sorprenda, ha ocurrido siempre; lo verdaderamente relevante es que ahora la crisis afecta a las clases medias en una medida muy superior a como lo hiciera en crisis anteriores. La cuestión crucial es saber cómo va a reaccionar la ciudadanía ante un desempleo masivo de larga duración.
Como tampoco cabe abandonar a su suerte a la población creciente sin empleo por la destabilización social que provocaría, además de que se necesitan como consumidores para que el sistema funcione, el tema central de esta nueva etapa del capitalismo será cómo mantener una población no empleable, que ya no se necesita ni siquiera como “ejército de reserva”, cuyo destino constituye sin duda el problema clave de los próximos decenios.
Dos cuestiones exigen una respuesta: ¿cómo sobrevivirá la población que no pueda integrarse en el capitalismo financiero? Es decir ¿qué formas de sobrevivencia quedan fuera del sistema? tema que nos ha de obligar a describir algunos rasgos del nuevo tipo de sociedad que está surgiendo.
Y una política: ¿cómo esta nueva estructuración social va influir en la institucionalización del poder y en las formas de su ejercicio? O sea, ¿qué posiblidades le quedan a la democracia para sobrevivir en el nuevo contexto del capitalismo financiero?
Ignacio Sotelo/elpaís.com